La mercantilización del síntoma o (re)producción de subjetividades.
Por: Gabriel Chávez
—¿Quién les dijo que aquí los deseos se hacen realidad?
(«Stalker» de Andrei Tarkovski, 1979).
Los mecanismos subjetivos del proceso de emergencia son variados y
responden a condiciones históricas dadas, debido a que, justamente, estos
mecanismos se dan dentro del espacio subjetivo, del espacio histórico. Estos
responden a un fin último bien delimitado, la sujeción del individuo. Puesto
que el presente tema nos coloca ante la problemática actual de la
mercantilización del síntoma y de la reproducción de subjetividades, nos
concentraremos en los mecanismos concretos que rinden cuentas a estos dos
grandes aspectos: el proceso de Edipo y la instauración de la ley paterna. La
concepción generalizada del complejo edípico puede leerse desde dos lecturas:
desde la relación tríadica o desde la relación diádica. Tanto en la relación triádica
como en la diádica es preponderante la importancia de dos procesos bien
delimitados, solo que operan de forma distinta: el de la angustia y el de la
castración. El deseo del infante por el cuerpo sexualizado de la figura
maternal encuentra su devenir en goce, de ahí que la angustia emerja como ese
estado de contingencia que evita la desarticulación total del cuerpo en zonas
parciales de placer, de un cuerpo sin órganos en órganos sin cuerpo. Este
estado constante de angustia por el deseo incestuoso (que en última instancia
responde a un deseo materno) solo se soporta por el corte generado por la
figura paterna, la prohibición evita el desborde del goce infantil, es la
presencia del cuerpo sexuado que presenta la diferencia ante los ojos. De este
modo el infante se encuentra en la constante entre la desintegración y la
estructuración. El medio que posibilita (¿u obliga?) todo esto es el lenguaje,
que dota de consistencia el mundo circundante del sujeto, solo esta ley (paterna)
coloca significantes en la angustia. Por supuesto que el vacío del significante
da un espacio de emergencia semiótico de esa sustancialidad nombrada
subjetividad, esta se da por procesos de relación con objetos construidos
semiológicamente dentro de dichas coordenadas (los procesos de subjetivación),
es así como el fin último del devenir dialéctico se da entre dos elementos
paradójicos en existencia concordante, lo que se intuye que es y lo que deviene
de la intuición de ser (entre el sujeto y la subjetivación).
Bajo esta lupa, la inversión del cogito
ergo sum cartesiano brindada por Lacan deja de ser gratuita, se transforma
en una tesis que encierra el objeto de conocimiento del psicoanálisis con una
claridad casi cristalina: la subjetivación solo es posible en tanto
innombrable, algo de la lógica de la intuición. De esta manera se llega a la
conclusión, no menos obvia que brillante, que toda subjetividad es
inconsciente. Sin embargo, en paralelismo directo, así como la ideología no es
infinita en términos de profundidad (espaciales) sino en términos de superficie
(temporalidad), el inconsciente también presenta estos límites cardinales que
posibilitan la emergencia del sujeto. Que la ideología (así como el
inconsciente) sea transhistórica no la vuelve infinita, sino eterna. Las
problemáticas que surgen de esta tesis son las
implicaciones mismas que determinan al sujeto en su singularidad: si bien
los elementos permanecen inalterables (o, mejor dicho, la relación entre los
elementos), el modo de articulación es cambiante (el modo de la relación misma
entre los elementos), esto es lo que confiere su carácter eterno, la maldición
de la repetición clavada en la (auto)concepción misma del ser. Con lo anterior,
es pertinente cuestionar lo siguiente: ¿Qué es lo que caracteriza a la
subjetividad? ¿Los elementos de los que deviene o el modo específico de su articulación?
¿Si los elementos son los mismos, podríamos hablar de singularidad o de simple
emergencia azarosa? Si la respuesta a la primera pregunta nos lleva a discernir
que lo que hace a la subjetividad es precisamente los modos de articulación
diversos, caeremos en un abismo teórico del que no podremos salir, puesto que
dichos modos de articulación vienen dados por las coyunturas estructurales de
la superestructura ideológica.
Para problematizar aún más lo anterior, cuestionémonos por un momento el
registro de lo imaginario: este viene dado en su estructuración a modo borromeo
con los registros simbólico y real, y su pertinencia dentro del psiquismo es
brindar vasijas (usualmente a modo de imágenes) donde se puedan depositar
afectos, significados, angustias, placeres o incluso sensaciones. Estas
imágenes virtuales permiten la contención del material simbólico por medio de
una referencia real que al final genera un producto; dichos destinos
productivos pueden ser de lo más diversos, desde objetos introyectados hasta
fantasmas proyectados. La proliferación fantasmal es posible gracias a la
articulación de los tres registros y del afiance estructural que brinda el
sinthome y el síntoma; ahora, no es para nada arriesgado que el contenido y
forma del fantasma obedecerá a cierta similitud con estos afiances, sin
mencionar las deformaciones sufridas ulteriormente en el sujeto, debido al
semblante y al discurso nombrado. Sin embargo, bajo la lógica planteada, cabe
preguntarse ya no por el contenido o la forma del fantasma, sino por el espacio
mismo en el que fue producido; de nueva cuenta, con un ejemplo muy concreto,
tomemos al sujeto como una hoja en blanco, en la que podemos verter los más
variados de los contenidos, tanto en función como en estructura; podemos
pintarla, dibujar en ella, poner una piedra encima o incluso escribir, y a
pesar de que las posibilidades son eternas (podemos hacer esto ad infinitum),
la hoja no es infinita, contiene un margen en donde fuera de ello deja de ser
hoja. Este ejemplo, si bien simplista, pone de manifiesto la problemática de la
subjetividad (y por ende del sujeto), en tanto el marco de coordenadas de
posibilidad es eterno y a su vez completamente finito, y esto responde a que la
subjetividad en sí misma es un momento dialéctico de la realidad ideológica. No
hay singularidad en tanto es la negación misma de la generalidad. Esto quizá
pueda llegar a comprenderse mejor cuando abarquemos el mecanismo intersubjetivo
entre el devenir de la generalidad ideológica a la subjetividad.
Si hay un elemento presente que nos rinde cuentas de la relación
innegable entre ideología e inconsciente, ese es, sin lugar a duda, el de
represión. Ambas realidades operan bajo esta lógica para su reproducción. Ese
carácter resignificativo (posterior a la represión misma) dota de flexibilidad
para la reproducción de las condiciones de producción de las dos, si no ¿de qué
otra forma una ideología política podría sobrevivir sin reivindicarse a sí
misma? ¿Cómo un sujeto podría sobrevivir en falta sin el intento de
relacionarse con otro que en última instancia hace referencia a su historia
personal? La resignificación del contenido ideológico debe verse desde la
perspectiva freudiana de reelaboración de lo reprimido, como un acto
verdaderamente ético que tiene su acontecer cuando lo inconsciente deviene
consciente en la situación analítica, cuando se pasa por el proceso esquemático
propuesto por Freud de Repetir (reproducción del síntoma), Recordar (el origen
traumático del síntoma) y Reelaborar (asumir la posición subjetiva ante el
síntoma y hacerse cargo de él). Es solo bajo esta lupa que nos podemos permitir
pensar en otro resultado (quizá no tan favorecedor) de esta resignificación del
contenido ideológico, y es que la pregunta sería: ¿No es acaso la reelaboración
una forma de represión? Esta opción se puede ver de dos formas: Por un lado,
como represión por medio de la disociación de afecto (desplazamiento); por otro,
como represión por medio de la deformación del contenido (condensación).
Resignificar lo traumático de un contenido ideológico tendría los mismos
destinos que los síntomas reelaborados de un paciente dentro de un consultorio,
el desplazamiento o la condensación. La ideología tiene la grandilocuencia de
redirigirse a sí misma hacia su reproducción, casi como un instinto de
autoconservación, cuyas vías son los procesos previamente mencionados.
Ahora bien, con el bagaje previo, podemos entrar de lleno en el objeto
que hoy en día amerita nuestra atención más que nunca, ya que, desde la
insurrección revolucionaria hasta nuestros días, las luchas sociales
reivindicadoras presentan la particularidad de emerger desde la sintomatología.
Se ha dicho, ad nauseam, que toda revolución es la expresión
a modo de síntoma de un malestar generalizado, de un malestar en la cultura. Y
si bien esta implicación ha sido tomada en cuenta desde los tiempos de Freud (e
incluso antes), ahora nos es permitido observarla más críticamente, ya que esta
emergencia desde la sintomatología no es una suerte de referencia semiótica de
un malestar en la cultura, sino el modo particular de funcionamiento de la
cultura misma. Por supuesto que la imposibilidad del deseo causa el sufrimiento
perpetuo del sujeto, pero ¿si esta imposibilidad solo fuera posible en la
medida de que exista algo llamado deseo? Es curioso plantear desde la lógica
del deseo el advenimiento de la subjetividad, una suerte de línea causal; solo
el deseo funda la posibilidad de ser nombrado sujeto. Claro está que el deseo
también viene dado por las relaciones cercanas (familiares) y cómo se juega el
deseo en dichas relaciones ya se comentó anteriormente. Sin embargo, no es para
nada descabellado cuestionar la «autenticidad» de ese deseo. Si el complejo
edípico tiene como finalidad la sujeción (parcial o total, voluntaria o
involuntaria) de un individuo dentro de una red simbólica con leyes muy bien
definidas que causan cortes, es solo lógico pensar que el advenimiento del deseo
en esos términos también tiene esa misma finalidad, pero ¿bajo qué modo? En el
deseo surge la posibilidad, la forma imaginaria de la performatividad
simbólica, la asunción y construcción de un Otro, pero esta asunción imaginaria
se posibilita y se sostiene por ciertos contenidos específicos, contenidos
ideológicos. La construcción de una alteridad con respecto al Otro se
posibilita por la visión especular de la diferencia en términos de igualdad; el
otro se presenta como diferente en tanto es (y debería) ser igual a mí. Es así
como surge el yo, un yo fundado en la paradoja de no ser en sí mismo único o
singular, puesto que todos emergen bajo la misma lógica. El inconsciente no es
la base o el lugar del registro del «yo» (o del sujeto, para tal caso). El elemento
articulado en una serie de relaciones estructurales que presentan la base o el
lugar de registro del «yo», en este caso, es la superestructura ideológica que
permite la inscripción de los nombres, que, si bien serán propios, seguirán
siendo nombres (pertenecientes a una categoría general). La reminiscencia
material llamada sujeto se registra ya no en un inconsciente (sea individual o
colectivo), sino en un espacio delimitado de coordenadas de la superestructura
ideológica, determinada en su articulación, en última instancia, por un modo de
producción concreto. Así, el sujeto pasa a ser un producto de la «maquinaria
ideológica» (en tanto su campo de acción simbólica como imaginaria están
determinadas por los límites ideológicos que le son permitidos) y su síntoma
(generalizado en su particularidad) pasa a ser ese surplus ganado en el proceso de producción por el capitalista, el
plusvalor. Todos y todas sabemos qué hace el capitalista con este plusvalor,
arrebatado del proletario con fines siniestros de acumulación; la ganancia solo
es posible en tanto arrebatada de los cuerpos productores.
¿No sucede esto hoy en día? Pareciera que este plusvalor sintomático es
arrebatado del sujeto para devolvérselo a modo de mercancía, justo como el
plusvalor del proletariado se usa para la inversión de nuevos productos que se les
venderán a precios obscenos. Este proceso de mercantilización del síntoma es el
inicio necesario para un modo de reproducción de la maquinaria ideológica (uno
de muchos), es el que posibilitará la reproducción de las llamadas «subjetividades».
Se ve cristalinamente en el otaku que compra mercancía de su anime favorito,
cuyo fin es el de dotar de consistencia a su subjetividad (dicho sea de paso,
con pequeñas sacudidas de goce). O miembros y miembras de colectivos LGBTTTIQ
que en su «deseo» (bien intencionado, y hasta necesario) de devenir visibilizados
y visibilizadas terminan hegemonizados y hegemonizadas, tal y como lo pueden
atestiguar todas las campañas hechas por transnacionales en favor de la
diversidad sexual. O los y las terapeutas que realizan las reivindicadoras «prácticas
narrativas», que obligan a recontar la historia del sujeto de forma ficcionada
hasta que se vuelva soportable. Si asumimos, como lo hizo Freud, que el síntoma
es algo inservible pero indispensable para el sujeto, ¿por qué debemos venderlo
y comprarlo cual moneda de cambio? Se nos arrebata el síntoma de nuestros
cuerpos solo para regresárnoslo a modo de mercancía que debemos comprar para
poder reproducir nuestra individualidad, nuestra subjetividad, y es que ¿no es
lo que somos en términos concretos aquello por lo que deseamos? El amor se
vende en libros de poesía o películas de comedia romántica, a un módico precio,
lo mismo que la violencia naturalizada en historietas y juegos de video, nos es
accesible nuestro deseo de forma interpasiva, por medio de las mercancías que
compramos y que en última instancia nos hace ser lo que somos. Así es como la
reproducción de subjetividades es asegurada y articulada, a modo de reflejo de
las relaciones de producción capitalista.
Las insurrecciones recientes en Latinoamérica han dado fe de este
fenómeno mercantilizador: la construcción de imágenes, noticias, memes,
artículos, gifs, viñetas, monografías, etc., que se viralizan generan capital,
cada click para dar like o compartir se traduce en dinero generado por medio de
la monetización de contenidos de páginas y portales. Si bien la acción en sí
misma no es sino benigna, las consecuencias ulteriores son de lo más malignas,
no hay escapatoria a la trampa ideológica para acumular capital, incluso cuando
en un primer momento se piense que no se hace. Lo dijo Žižek de forma muy
directa: «La ideología funciona porque ya no es experimentada como tal, es por
ello que nos dicen que vivimos en esta era postideológica donde la lucha de
clases ya no tiene cavidad».
No somos más que productos de una maquinaria que
reproduce bajo esquemáticas generales mercancías más o menos individuales, más
no únicas. Todos esos procesos de subjetivación se vuelven objetivadores en
tanto están determinados por coordenadas limitadas de acción, por ello la posibilidad
solo es en tanto exista la imposibilidad; diciéndolo de forma vulgar, todo lo
imaginable que nos demarque del Otro en tanto individualidad única e
irrepetible está ya pensado, es parte del plan, no hay nada nuevo o radical
bajo el sol. No somos sujetos, somos objetos ideológicos.
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