La mercantilización del síntoma o (re)producción de subjetividades.

                                                                          Por: Gabriel Chávez

 

                                                                     —¿Quién les dijo que aquí los deseos se hacen realidad?

                                                                                                  Stalker» de Andrei Tarkovski, 1979).

 


La actualidad contemporánea se ha visto permeada por una idea general que dictamina la vida social y política del modo de organización capitalista; es el punto nodal de donde emerge el llamado (por otro) sujeto, de donde surge la urgencia pulsional que fomenta el discurrir líquido de la (in)permanencia. Esta idea general, contrario a lo que la intuición nos diría, no tiene nombre o una suerte de delimitación conceptual, sin embargo, tampoco es un puro ensueño estructurado por imágenes desarticuladas. En este punto la esquemática de la lingüística saussureana no es explicativa de la naturaleza intrínseca de dicha «idea», no hay significado encarnado en el significante. Lacan lo sabía, entendió a la perfección la intelección sobre la presencia de esta «idea» maquinadora del sujeto, sabía sobre la indefinición de aquello que colocaba al sujeto en coordenadas. La noción del lenguaje lacaniano no es, en un primer acercamiento, una radicalización del lenguaje del segundo Wittgenstein, es muy por el contrario el reflejo maligno de aquel. Si en Wittgenstein el lenguaje era creado a través de las prácticas materiales del sujeto, en Lacan el lenguaje es el creador mismo de las prácticas materiales del sujeto y quien funda la categoría ontológica del ser; es quien inicia la dialéctica de la relación epistemológica y solo bajo el lenguaje el sujeto deviene en tanto tal. La red de significantes delimitará el campo (lingüístico y material) del sujeto, su cartografía, sin embargo, esta visión es solo la inversión de la unidad lingüística de Saussure, el significante encarnado en el significado, la otra forma de concepción del esquema de la representación-afecto freudiano. Aquí la cuestión no yace en la preponderancia estructural de un elemento sobre otro, no yace en el orden de los elementos, sino en su modo específico de articulación, en el resultado último. La «idea» general no es el resultado particular de la relación preponderante entre un significante y un significado, es la relación misma. Esta «idea» nebulosa tiene la particularidad plástica de rearticularse a conveniencia, de redirigirse, de reproducirse a sí misma y a las condiciones que la posibilitan. La «Idea» general tiene un reflejo pálido en el quehacer teórico de las ciencias sociales, un reflejo a modo de intento infructuoso de aprehensión de su núcleo Real, de su naturaleza. Dicho reflejo fue acuñado por un francés de nombre Destutt De Tracy, que juraba y perjuraba haber encontrado el proceso purificador del conocimiento metafísico, haber descubierto un nuevo continente científico que rindiera cuentas del espíritu humano, una suerte de genética de «las ideas», la llamada ideología.  

Por supuesto, el problema del sujeto es enteramente un problema ideológico, pero ¿bajo qué sentido y dentro de qué coordenadas? Para poder brindar una suerte de exégesis que permita dilucidar dicha problemática, haré uso de dos recursos que sus diferencias estructurales conforman su punto de encuentro común: el psicoanálisis y el materialismo histórico. Primero habría que entender que la ideología tiene dos formas de expresión conceptual que corresponden a significados diferentes dentro de las ciencias sociales: por una parte, la particularidad ideológica expresada en posiciones antagónicas de clase, que conciernen a diferentes esferas históricas dentro del conglomerado social (las llamadas ideologías particulares que responden a las distintas idiosincrasias; desde el comunismo, pasando por el fundamentalismo, el consumismo, el racismo, clasismo, etc.); por otra parte, la generalidad ideológica que atañe a un elemento coyuntural de la superestructura social. Estas dos nociones (antagónicas en su núcleo) responden a dos facetas dialécticas por el que el entendimiento (razón, pensamiento) atraviesa, desde la metafísica estructural hasta la materialidad funcional (o performativa). Si bien antagónicas, estas dos nociones no son excluyentes una de otra, sin embargo, y contrario al pensamiento intuitivo, no responden a un mismo proceso de transición, es decir, del devenir idea (que se genera en la superestructura) a la acción performativa social (que se ejerce en un cuerpo particular del conjunto social), responden a núcleos de naturaleza diferente en su modo de articulación. Por un lado, la performatividad de estas posiciones antagónicas específicas no son resultado de una idea germinada en el espacio superestructural de la ideología, puesto que estas competen al devenir histórico de la lucha de clases, su origen no es otro que las relaciones de producción, el resultado de un modo de relación germinado en el espacio infraestructural de la economía. Es así como estas acciones (actos, sostendrían algunos o algunas) no responden a un esquema ideal, sino a relaciones concretas dictaminadas por el modo de relación productiva que históricamente se encuentre vigente en el espacio social dado. Esta diferencia es importante denotar, puesto que ahí yace el problema de distinguir al sujeto; entre lo que es y lo que no es. Lo anterior solo deja entrever una duda fundamental que no podemos obviar: ¿A qué responde el elemento coyuntural de la ideología en su modalidad generalizada? Aquí las cosas se complican. En primera instancia habría que hacer una esquematización somática (tal y como habría hecho Freud de su aparato psíquico) de los elementos que conforman este espacio superestructural, y así podríamos tener un corte que divide en dos grandes bloques los elementos que se articulan: por un lado, elementos objetivos, por otro, subjetivos. Es evidente, en un primer momento, que el materialismo histórico nos servirá para rendir cuenta de los primeros y el psicoanálisis de los segundos.

Marx claramente sentencia con fuerza que la ideología no tiene historia; siendo este mecanismo el que sirve de apertura a los demás. Comencemos por decir que, en ese sentido, la ideología carece de historia, puesto que es el pálido reflejo de la historia real, hecha en última instancia por los individuos concretos. Para comprender esta relación paralela entre ideología e historia habría que entenderla como el esquema de los dos espejos de Lacan, en donde existen dos tipos de imágenes, las imágenes reales y las imágenes virtuales. En este sentido, la historia entendida desde Marx como el movimiento dialéctico dado por la lucha de clases es la imagen real (es la acción de los individuos lo que construye y mueve a la historia), mientras que la ideología es el pálido reflejo ficcionado por la clase dominante que (re)cuenta la historia (la imagen virtual de la acción de los individuos); de ahí que la ideología carezca de historia propia, puesto que está condicionada en última instancia a la historia real, son dos líneas paralelas que avanzan a la par, una imitando a la otra (de ahí que la ejemplificación del espejo sea perfectamente justificable desde un punto de vista de concretización, la imagen virtual del espejo «imita» aquello que se postra frente al espejo mismo, sea un objeto o un sujeto).

Existe otra interpretación de la sentencia marxista, que responde a la premisa de que existe otro elemento que se juega dialécticamente en el plano de los mecanismos subjetivos, el inconsciente. Así la alternativa interpretativa de la proposición marxista adquiere una nueva dimensión, una nueva significación, en donde tanto ideología como inconsciente tienen la misma connotación, solo que en diferentes momentos dialécticos. La ideología deviene omnihistórica, puesto que está dotada de una estructura y de un funcionamiento que le confieren un estatus general inalterable, de realidad no histórica (no cambiante, no dialéctica), justo como el inconsciente freudiano, que es eterno, en tanto transhistórico y omnipresente; así, la ideología trasciende al movimiento histórico. Siguiendo la ejemplificación del esquema bajo la relación especular de dos espejos (uno plano y otro cóncavo) se crea un curioso fenómeno en donde la imagen virtual escapa al espacio virtual que se le confiere (el espacio dentro del espejo). En el esquema óptico, el jarrón, en tanto imagen virtual, se proyecta en un espacio real y encierra la imagen real de las flores; de esta forma, la imagen vista al final del florero (jarrón y ramillete de flores) es una mezcla entre una imagen real y una imagen virtual, un objeto. La ideología, en tanto imagen virtual (algo del orden de la fantasía, de lo imaginario), está en conjunción con la historia, en tanto imagen real (algo del orden de la palabra, de la efectividad simbólica), es decir, se articulan las dos imágenes y se crea una nueva. La ideología no es el simple reflejo de la historia, sino una realidad (virtual) en sí misma que se articula con el devenir histórico propio de los individuos concretos, pero ¿bajo qué forma se articulan? Podríamos proponer, de un modo provisorio, que la ideología y la historia se articulan bajo la forma del tiempo, creando así una suerte de «tiempo histórico». Sin embargo, habría que advertir que dicho tiempo histórico no respondería al corte de escancia hegeliano de la contemporaneidad, sino a diferentes tiempos históricos articulados unos con otros, de ahí que no exista una relación directa y lineal entre la historia de la economía y la historia del estado nación, su relación no es de inmediatez (relación de preponderancia estructural), sino de mediatez (de articulación específica que brinda resultados diversos). Con todo lo anterior podríamos rescatar al menos 3 mecanismos de vital importancia para el entendimiento del funcionamiento ideológico: en primera instancia, el carácter omnihistórico de la ideología; en segunda instancia, su relación con la historia real, en tanto imagen virtual; en tercera instancia, su modo de articulación específico con el que brinda diferentes productos (en fin, modos de producción). Por ahora, nos quedaremos en esos tres mecanismos estructurales de la generalidad ideológica, no obstante que existan más que varían en complejidad e importancia en el surgimiento último de un sujeto.

Los mecanismos subjetivos del proceso de emergencia son variados y responden a condiciones históricas dadas, debido a que, justamente, estos mecanismos se dan dentro del espacio subjetivo, del espacio histórico. Estos responden a un fin último bien delimitado, la sujeción del individuo. Puesto que el presente tema nos coloca ante la problemática actual de la mercantilización del síntoma y de la reproducción de subjetividades, nos concentraremos en los mecanismos concretos que rinden cuentas a estos dos grandes aspectos: el proceso de Edipo y la instauración de la ley paterna. La concepción generalizada del complejo edípico puede leerse desde dos lecturas: desde la relación tríadica o desde la relación diádica. Tanto en la relación triádica como en la diádica es preponderante la importancia de dos procesos bien delimitados, solo que operan de forma distinta: el de la angustia y el de la castración. El deseo del infante por el cuerpo sexualizado de la figura maternal encuentra su devenir en goce, de ahí que la angustia emerja como ese estado de contingencia que evita la desarticulación total del cuerpo en zonas parciales de placer, de un cuerpo sin órganos en órganos sin cuerpo. Este estado constante de angustia por el deseo incestuoso (que en última instancia responde a un deseo materno) solo se soporta por el corte generado por la figura paterna, la prohibición evita el desborde del goce infantil, es la presencia del cuerpo sexuado que presenta la diferencia ante los ojos. De este modo el infante se encuentra en la constante entre la desintegración y la estructuración. El medio que posibilita (¿u obliga?) todo esto es el lenguaje, que dota de consistencia el mundo circundante del sujeto, solo esta ley (paterna) coloca significantes en la angustia. Por supuesto que el vacío del significante da un espacio de emergencia semiótico de esa sustancialidad nombrada subjetividad, esta se da por procesos de relación con objetos construidos semiológicamente dentro de dichas coordenadas (los procesos de subjetivación), es así como el fin último del devenir dialéctico se da entre dos elementos paradójicos en existencia concordante, lo que se intuye que es y lo que deviene de la intuición de ser (entre el sujeto y la subjetivación).

Bajo esta lupa, la inversión del cogito ergo sum cartesiano brindada por Lacan deja de ser gratuita, se transforma en una tesis que encierra el objeto de conocimiento del psicoanálisis con una claridad casi cristalina: la subjetivación solo es posible en tanto innombrable, algo de la lógica de la intuición. De esta manera se llega a la conclusión, no menos obvia que brillante, que toda subjetividad es inconsciente. Sin embargo, en paralelismo directo, así como la ideología no es infinita en términos de profundidad (espaciales) sino en términos de superficie (temporalidad), el inconsciente también presenta estos límites cardinales que posibilitan la emergencia del sujeto. Que la ideología (así como el inconsciente) sea transhistórica no la vuelve infinita, sino eterna. Las problemáticas que surgen de esta tesis son las implicaciones mismas que determinan al sujeto en su singularidad: si bien los elementos permanecen inalterables (o, mejor dicho, la relación entre los elementos), el modo de articulación es cambiante (el modo de la relación misma entre los elementos), esto es lo que confiere su carácter eterno, la maldición de la repetición clavada en la (auto)concepción misma del ser. Con lo anterior, es pertinente cuestionar lo siguiente: ¿Qué es lo que caracteriza a la subjetividad? ¿Los elementos de los que deviene o el modo específico de su articulación? ¿Si los elementos son los mismos, podríamos hablar de singularidad o de simple emergencia azarosa? Si la respuesta a la primera pregunta nos lleva a discernir que lo que hace a la subjetividad es precisamente los modos de articulación diversos, caeremos en un abismo teórico del que no podremos salir, puesto que dichos modos de articulación vienen dados por las coyunturas estructurales de la superestructura ideológica.  

Para problematizar aún más lo anterior, cuestionémonos por un momento el registro de lo imaginario: este viene dado en su estructuración a modo borromeo con los registros simbólico y real, y su pertinencia dentro del psiquismo es brindar vasijas (usualmente a modo de imágenes) donde se puedan depositar afectos, significados, angustias, placeres o incluso sensaciones. Estas imágenes virtuales permiten la contención del material simbólico por medio de una referencia real que al final genera un producto; dichos destinos productivos pueden ser de lo más diversos, desde objetos introyectados hasta fantasmas proyectados. La proliferación fantasmal es posible gracias a la articulación de los tres registros y del afiance estructural que brinda el sinthome y el síntoma; ahora, no es para nada arriesgado que el contenido y forma del fantasma obedecerá a cierta similitud con estos afiances, sin mencionar las deformaciones sufridas ulteriormente en el sujeto, debido al semblante y al discurso nombrado. Sin embargo, bajo la lógica planteada, cabe preguntarse ya no por el contenido o la forma del fantasma, sino por el espacio mismo en el que fue producido; de nueva cuenta, con un ejemplo muy concreto, tomemos al sujeto como una hoja en blanco, en la que podemos verter los más variados de los contenidos, tanto en función como en estructura; podemos pintarla, dibujar en ella, poner una piedra encima o incluso escribir, y a pesar de que las posibilidades son eternas (podemos hacer esto ad infinitum), la hoja no es infinita, contiene un margen en donde fuera de ello deja de ser hoja. Este ejemplo, si bien simplista, pone de manifiesto la problemática de la subjetividad (y por ende del sujeto), en tanto el marco de coordenadas de posibilidad es eterno y a su vez completamente finito, y esto responde a que la subjetividad en sí misma es un momento dialéctico de la realidad ideológica. No hay singularidad en tanto es la negación misma de la generalidad. Esto quizá pueda llegar a comprenderse mejor cuando abarquemos el mecanismo intersubjetivo entre el devenir de la generalidad ideológica a la subjetividad.

Si hay un elemento presente que nos rinde cuentas de la relación innegable entre ideología e inconsciente, ese es, sin lugar a duda, el de represión. Ambas realidades operan bajo esta lógica para su reproducción. Ese carácter resignificativo (posterior a la represión misma) dota de flexibilidad para la reproducción de las condiciones de producción de las dos, si no ¿de qué otra forma una ideología política podría sobrevivir sin reivindicarse a sí misma? ¿Cómo un sujeto podría sobrevivir en falta sin el intento de relacionarse con otro que en última instancia hace referencia a su historia personal? La resignificación del contenido ideológico debe verse desde la perspectiva freudiana de reelaboración de lo reprimido, como un acto verdaderamente ético que tiene su acontecer cuando lo inconsciente deviene consciente en la situación analítica, cuando se pasa por el proceso esquemático propuesto por Freud de Repetir (reproducción del síntoma), Recordar (el origen traumático del síntoma) y Reelaborar (asumir la posición subjetiva ante el síntoma y hacerse cargo de él). Es solo bajo esta lupa que nos podemos permitir pensar en otro resultado (quizá no tan favorecedor) de esta resignificación del contenido ideológico, y es que la pregunta sería: ¿No es acaso la reelaboración una forma de represión? Esta opción se puede ver de dos formas: Por un lado, como represión por medio de la disociación de afecto (desplazamiento); por otro, como represión por medio de la deformación del contenido (condensación).

Resignificar lo traumático de un contenido ideológico tendría los mismos destinos que los síntomas reelaborados de un paciente dentro de un consultorio, el desplazamiento o la condensación. La ideología tiene la grandilocuencia de redirigirse a sí misma hacia su reproducción, casi como un instinto de autoconservación, cuyas vías son los procesos previamente mencionados.

Ahora bien, con el bagaje previo, podemos entrar de lleno en el objeto que hoy en día amerita nuestra atención más que nunca, ya que, desde la insurrección revolucionaria hasta nuestros días, las luchas sociales reivindicadoras presentan la particularidad de emerger desde la sintomatología. Se ha dicho, ad nauseam, que toda revolución es la expresión a modo de síntoma de un malestar generalizado, de un malestar en la cultura. Y si bien esta implicación ha sido tomada en cuenta desde los tiempos de Freud (e incluso antes), ahora nos es permitido observarla más críticamente, ya que esta emergencia desde la sintomatología no es una suerte de referencia semiótica de un malestar en la cultura, sino el modo particular de funcionamiento de la cultura misma. Por supuesto que la imposibilidad del deseo causa el sufrimiento perpetuo del sujeto, pero ¿si esta imposibilidad solo fuera posible en la medida de que exista algo llamado deseo? Es curioso plantear desde la lógica del deseo el advenimiento de la subjetividad, una suerte de línea causal; solo el deseo funda la posibilidad de ser nombrado sujeto. Claro está que el deseo también viene dado por las relaciones cercanas (familiares) y cómo se juega el deseo en dichas relaciones ya se comentó anteriormente. Sin embargo, no es para nada descabellado cuestionar la «autenticidad» de ese deseo. Si el complejo edípico tiene como finalidad la sujeción (parcial o total, voluntaria o involuntaria) de un individuo dentro de una red simbólica con leyes muy bien definidas que causan cortes, es solo lógico pensar que el advenimiento del deseo en esos términos también tiene esa misma finalidad, pero ¿bajo qué modo? En el deseo surge la posibilidad, la forma imaginaria de la performatividad simbólica, la asunción y construcción de un Otro, pero esta asunción imaginaria se posibilita y se sostiene por ciertos contenidos específicos, contenidos ideológicos. La construcción de una alteridad con respecto al Otro se posibilita por la visión especular de la diferencia en términos de igualdad; el otro se presenta como diferente en tanto es (y debería) ser igual a mí. Es así como surge el yo, un yo fundado en la paradoja de no ser en sí mismo único o singular, puesto que todos emergen bajo la misma lógica. El inconsciente no es la base o el lugar del registro del «yo» (o del sujeto, para tal caso). El elemento articulado en una serie de relaciones estructurales que presentan la base o el lugar de registro del «yo», en este caso, es la superestructura ideológica que permite la inscripción de los nombres, que, si bien serán propios, seguirán siendo nombres (pertenecientes a una categoría general). La reminiscencia material llamada sujeto se registra ya no en un inconsciente (sea individual o colectivo), sino en un espacio delimitado de coordenadas de la superestructura ideológica, determinada en su articulación, en última instancia, por un modo de producción concreto. Así, el sujeto pasa a ser un producto de la «maquinaria ideológica» (en tanto su campo de acción simbólica como imaginaria están determinadas por los límites ideológicos que le son permitidos) y su síntoma (generalizado en su particularidad) pasa a ser ese surplus ganado en el proceso de producción por el capitalista, el plusvalor. Todos y todas sabemos qué hace el capitalista con este plusvalor, arrebatado del proletario con fines siniestros de acumulación; la ganancia solo es posible en tanto arrebatada de los cuerpos productores.

¿No sucede esto hoy en día? Pareciera que este plusvalor sintomático es arrebatado del sujeto para devolvérselo a modo de mercancía, justo como el plusvalor del proletariado se usa para la inversión de nuevos productos que se les venderán a precios obscenos. Este proceso de mercantilización del síntoma es el inicio necesario para un modo de reproducción de la maquinaria ideológica (uno de muchos), es el que posibilitará la reproducción de las llamadas «subjetividades». Se ve cristalinamente en el otaku que compra mercancía de su anime favorito, cuyo fin es el de dotar de consistencia a su subjetividad (dicho sea de paso, con pequeñas sacudidas de goce). O miembros y miembras de colectivos LGBTTTIQ que en su «deseo» (bien intencionado, y hasta necesario) de devenir visibilizados y visibilizadas terminan hegemonizados y hegemonizadas, tal y como lo pueden atestiguar todas las campañas hechas por transnacionales en favor de la diversidad sexual. O los y las terapeutas que realizan las reivindicadoras «prácticas narrativas», que obligan a recontar la historia del sujeto de forma ficcionada hasta que se vuelva soportable. Si asumimos, como lo hizo Freud, que el síntoma es algo inservible pero indispensable para el sujeto, ¿por qué debemos venderlo y comprarlo cual moneda de cambio? Se nos arrebata el síntoma de nuestros cuerpos solo para regresárnoslo a modo de mercancía que debemos comprar para poder reproducir nuestra individualidad, nuestra subjetividad, y es que ¿no es lo que somos en términos concretos aquello por lo que deseamos? El amor se vende en libros de poesía o películas de comedia romántica, a un módico precio, lo mismo que la violencia naturalizada en historietas y juegos de video, nos es accesible nuestro deseo de forma interpasiva, por medio de las mercancías que compramos y que en última instancia nos hace ser lo que somos. Así es como la reproducción de subjetividades es asegurada y articulada, a modo de reflejo de las relaciones de producción capitalista.

Las insurrecciones recientes en Latinoamérica han dado fe de este fenómeno mercantilizador: la construcción de imágenes, noticias, memes, artículos, gifs, viñetas, monografías, etc., que se viralizan generan capital, cada click para dar like o compartir se traduce en dinero generado por medio de la monetización de contenidos de páginas y portales. Si bien la acción en sí misma no es sino benigna, las consecuencias ulteriores son de lo más malignas, no hay escapatoria a la trampa ideológica para acumular capital, incluso cuando en un primer momento se piense que no se hace. Lo dijo Žižek de forma muy directa: «La ideología funciona porque ya no es experimentada como tal, es por ello que nos dicen que vivimos en esta era postideológica donde la lucha de clases ya no tiene cavidad».

No somos más que productos de una maquinaria que reproduce bajo esquemáticas generales mercancías más o menos individuales, más no únicas. Todos esos procesos de subjetivación se vuelven objetivadores en tanto están determinados por coordenadas limitadas de acción, por ello la posibilidad solo es en tanto exista la imposibilidad; diciéndolo de forma vulgar, todo lo imaginable que nos demarque del Otro en tanto individualidad única e irrepetible está ya pensado, es parte del plan, no hay nada nuevo o radical bajo el sol. No somos sujetos, somos objetos ideológicos.

 

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